lunes, 27 de agosto de 2018

CRONICAS DE MI PUEBLO


CRONICAS DE MI PUEBLO


EL BAR LA 41

EL ÚLTIMO REFUGIO DE LA BOHEMIA CALARQUEÑA

Gilberto Montalvo Jiménez

Ahí  en una de las esquinas paradigmáticas de Calarcá aun subsiste el Bar La 41 un rinconcito bohemio que por 65 años ha estado a disposición de los grandes melómanos de la  Villa del Cacique aunque no han escapado notables  de Armenia y otros municipios que han sido fieles a la atención de Arturo Ossa Castaño, un gentilhombre que se la pasado entre discos, picós, decks, casetes y en fin todo lo que debe haber en un sitio donde la música vieja y de colección es  patrimonio apetitoso para los amantes de esos temas que ya ni en Transmisora Quindío se escuchan.

Era, por lo menos hasta los años setentas su competencia más identificada la Tienda El Aguacate, en el 20 de Julio, donde también se escuchaban  en medio de bultos de papa y racimos de plátano las viejas canciones del recuerdo.

Arturo fundó primero en la carrera 17 con calle 41 una miscelánea después de pasarse cerca de 25 años en la ferretería Lusitania y en El Americano vendiendo los insumos con que se fue estructurando las modernas casas de la Villa del Cacique.

Quienes hoy tienen más de setenta en las costillas recuerdan al joven Ossa despachándoles puntillas, bisagras, cemento y adobes para cuanta construcción o arreglos se atravesaba en el Meridiano Cultural de Colombia. Así le llamaban, recuerdos apenas.

Una vez los clientes se consumieron el arroz, la manteca, las papas y el petróleo para las estufas de vaso de vidrio y las cuentas se fueron acumulando en un viejo cuaderno de escuela y nada que se recuperaban los denarios, Arturo decidió de un tajo ponerse a vender guaro, cerveza, ron y gaseosas para el servicio de los clientes de todas las condiciones pero muy especialmente de quienes se insinuaban en la mecánica para carros viejos en los alrededores de Versalles.

Arturo creó fama por la exquisitez  en el manejo de la música de entonces y que  aún conserva como un tesoro solo comparable con el de Antonio Manrique el médico ginecólogo que ha llenado su exuberante casa del norte de Armenia de viejas pastas  de LP y de muchos 78 rpm.

Se identificaba entonces- y hoy también -a Arturo por su cortesía, buenas maneras pero le resultó en algún momento una competencia difícil de capotear: la tienda de Arturo Marín Quintero, el otro Arturo, en la esquina frente al hospital La Misericordia, coleccionista de campanillas.

Los tocayos se confundían por parte de algunos visitantes porque ambos tenían muy buena música, atendían bien y se llamaban Arturo. Muchas veces los bohemios no sabían para dónde cuál Arturo iban pero al final donde llegaran se sentían cómodos como en casa.

Pese a que a menos de cien metros de colegios o escuelas no puede haber un bar en la calle  41 con carrera 17 frente a la escuela Santander está El Bar la 41 que abre religiosamente a las tres de la tarde todos los días, menos el domingo, pero que es tan cauteloso el sonido de la música que pasa imperceptible y los alumnos del tradicional centro educativo no se dan por enterados. Convivencia  solidaria y sin sobresaltos.

El disco más viejo de 78 que aun suena en un viejo tocadiscos con aguja de puntilla es “Que Viva Rojas Pinilla” grabado hace tantos años  por Los Trovadores del Recuerdo aunque “Casa de Teja” es un incunable  interpretado por los Rumbancheros, unos ecuatorianos de quien ya nadie se acuerda.

Héctor Chica Ospina, el papá del juez de Sevilla en el Valle, desde que oficiaba como policía, se encariño del Bar la 41 que incluso le tocó vivir  los encantos de un fantasma que rondaba por los alrededores de la vetusta casona y que fue ahuyentado gracias a las oraciones que encargó a sus familia para tranquilidad de Arturo y su clientela.

Julián Ortiz el clásico tiplista cafetero no salía del bar de Arturo Sosa hasta un día que cogió de manera catastrófica un viejo instrumento  propiedad del  dueño de casa y lo destruyó contra la humanidad de un contertulio. El tiple quedó hecho añicos y el cliente se perdió para siempre.

La vieja máquina Remington que aun registra los billetes y monedas de los casuales clientes sigue campante después de que fuera comprada a Josué Álvarez Maya en Armenia el 2 de febrero de 1971 en estricto contado por seis mil pesos, en medio de 2.000 vetustos 78 rpm y otros cuantos L.P.s, más cinco centenares de viejos casetes en donde están acumulados temas musicales de diversa índole y en los cuales el viejo Arturo, hoy frisando las 84 bellezas encuentra los pedidos de los contertulios sin inmutarse.

Muchos han pasado por el Bar la 41 de Arturo Ossa, incluso Alberto Marín quien en uno de los rincones atropellado por el infortunio decidió escribir una carta de despedida porque quería viajar al otro mundo. El potencial suicida terminó con su testamento alicorado y se fue al baño para la decisión final con tan  mala suerte para él que se quedó dormido y se le olvidó de contera  que su destino era irse a mejor vida. Arturo lo rescató y cuando fue sorprendido por el  anfitrión poco recordaba del trance que hubiese podido  llevarle a mejor destino.


Un viejo Radio Phillips, el tocadiscos New Yorker siguen ahí esperando las nostalgias de Los Trovadores de Cuyo, el Conjunto América o las hermanas Villarreal pedidas sin angustia por Manolete, el viejo Josué Silva Medina, quien hace 50 años no deja de beberse unas polas en el Bar la 41 de Arturo Ossa.


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