miércoles, 13 de mayo de 2015

LA CALLE REAL     

Melodía del Novelista


“Y no podía faltar la cita de Borges 'Poemas indefinibles como la música' Borgiano por naturaleza y cultor de ese ciego maravilloso que lo hizo entrometerse en un discurso dialéctico cuando apareció el famoso soneto del argentino en un bolsillo de su padre asesinado y que lo llevó de bruces a escribir El Olvido que Seremos”


Por Gilberto Montalvo Jiménez




La música es una extensión del alma o del cuerpo, sonidos  que se elongan misteriosos como si se tratara de otra extremidad que apuntala al ser humano, en ocasiones, ante la indiferencia de los que no han podido creer en lo sublime de este alimento etéreo y sustancial.

Un ser humano va más allá de sí mismo cuando se desnuda  sin tapujos para enternecer o vibrar con sus emociones escondidas en algún recodo de sus vivencias, recreándolas con sus veleidades musicales escondidas en el último pedacito de un corazón muchas veces vuelto añicos por el desdén o floreciente por el éxtasis del amor furtivo.

Cómo conocer a un ser humano vibrante más allá de sus estupendos libros o su charla amena de un pasado reciente que encaja en libros, poesía, mantras elucubrantes o pasajes de una tierra feraz amansada por la fuerza vital de sus antepasados. Llora, ríe, o las dos cosas a la vez sin darse  cuenta de que destapa con sus afinidades musicales toda su historia, sus pasiones, dolores, angustias, retozos y remembranzas de todo cuanto ha sido un periplo vital.

Héctor Abad Faciolince se dejó hacer una cirugía sin anestesia en el programa La Banda Sonora de Caracol con Adriana Giraldo, una cirujana que esculcó las entrañas de su paciente sin darle oportunidad de que musitara siquiera una queja, un dolor o una angustia,  mientras iba recreando con fina estoicides los pasajes de una vida tormentosa allí, apasionada allá y soñadora acullá.

Estremeció la sala de cirugía radial cuando evocó la ausencia de sus hijos y la imposibilidad de darles la oportunidad de una Nana, creyéndose responsable de alguna manera de no poder enternecerlos entre sus brazos mientras podría incitarlos al sueño profundo de los infantes.

Lloró en regocijo sin aspavientos y dentro de la sinceridad que caracteriza a un grande dejó caer unas lágrimas que azotaban el receptor como si se tratara de gotas de lluvia de una tormenta, perceptibles entre las ondas hertzianas.

Hubo silencios prolongados adobados por la irrupción de Los Beatles, que sonorizaban el crucial momento y ante la evocación de su amigo, Andrés Posada, que en los años sesenta los acercó sin inmutarse a lo que sería el fenómeno musical popular más importante del siglo veinte.

Todo en Abad tiene una recurrencia al recuerdo sin matices.
“Mis hijos no volverán”, pensaba el escritor barbado cuando entonces no se asomaban aún las líneas plateadas en su cabeza de monzón airado.

Para Héctor Abad una canción de cuna es un alimento que enternece y deja enternecer. Allí hay alma, sin duda alguna.

Abad no es religioso pero cuando escucha canciones sacras se transporta cual bebé en el seno de su madre a las sombras del infinito. Aspira a que no haya ninguna actividad religiosa en su funeral pero advierte que “Actus Tragicus” de Juan Sebastián Bach debe ser la única liturgia de su despedida o “Crucifixión” que le hace recordar, en su desespero  sagrado, la expresión de Jesús en la cruz cuando imploraba frente a su abandono que nunca dejó de tener en cuenta a su compañero de tragedia mundana para decirle “Hoy estarás conmigo en el paraíso”. Suena extraño que un ateo confeso en comunión evoque estos pasajes pero se entienden cuando se deja diseccionar como ser humano andante y pedestre.

Bach es calma, serenidad y según algunos de sus contertulios la evidencia de que Dios existe. Se resiste a creerlo pero lo anima la exquisitez del más grande entre los grandes.
Héctor Abad tiene inclinación por la música clásica, la que escuchó desde niño por la inspiración genial de su padre Héctor Abad Gómez, ese médico soñador que ofreció su vida en una calle de Medellín por defender los derechos humanos, esos que por entonces solo residían en la cabeza de románticos como su progenitor.

Cuando el médico se encerraba en su estudio, iracundo por cualquier circunstancia terrenal, vibraban las ondas musicales a decibeles extremos con Mozart, Beethoven, Brahms. Allí nació su curiosidad por esa inmensa música, la misma que hoy conserva intacta.

Abad Faciolince se reinventa cuando le hablan de la muerte. Le parece algo normal, como lo que es, y recrea un pasaje con su maestro Alberto Aguirre que sin ningún empacho espetaba: “Sospecho que me voy a morir”. Pienso lo mismo, dice el escritor, pero el día de la verdad: ”sedado y en mi cama, consciente”.

Su juventud a los veintidós años estuvo ligada a Italia. Una rara coincidencia con la cuna de sus antepasados, pero la cercanía en el coro juvenil con su primer amor Bárbara Lombana fue a parar a ese país sacramental, piadoso, religioso y conventual con su Roma inquisidora.

Huyó a buscar estudios y letras y canciones y a encontrar el porvenir de su Lombana en el Bel Canto, en un amancebamiento libre y candoroso sin pedirle permiso a nadie pero con consentimientos aprobados. Frisaba el año 1982 cuando por contestatario e irreverente,  monseñor Alfonso López Trujillo, hoy cardenal emérito, lo expulsó de la Pontificia Bolivariana por atreverse a escribir el artículo de juventud “La metida de papa”. Hasta ahí llegaba su carrera de comunicación social pero en beneficio de las letras elite de este continente.

En Italia se le abrió el mundo y Turín la cuna de sus adorados hijos. Allí derrochó inventos mentales escuchando a Doménico Moduño, “Volare” le incitaba a volar libre y presentía que se le abría el mundo. Cinco años en esa ciudad de encantos le sirvieron para encontrar la sencillez en el vivir y la alegría con las canciones populares de ese país que encontró como anillo al dedo para un hombre libérrimo. Estaba en su salsa Héctor Abad Faciolince. Fue la época también cuando se encontró a Cecilia Bartoli y le enseñó, sin saberlo, que las voces de exquisita textura pueden lograr registros que van más allá de las condiciones de los  instrumentos propios de la música clásica y reventó por una aria de Hendel que le evocaba sombras y oscuridad.

Bartoli fue para Héctor Abad un descubrimiento donde las vocales abiertas en la interpretación de la cantante sublime le hicieron reflexionar sobre algo que intuía desde antes, que la voz es el instrumento más privilegiado del mundo. Claro está que soporta con tranquilidad absoluta una u otra aria pero una ópera completa sería un martirio. “Intolerable” arguye Abad.

Y vuelve la nostalgia, la que nunca ha parado, la que aún está de moda. Mientras evoca su periplo por esa Italia de su alma, cae en la natural carga del antioqueño legítimo por ese tango dulzón unas veces o agresivo las más. No se sabe qué estremece más. “Las nieves del tiempo blanquearon mi sien” Volver, ese Gardel propio del que según Abad “han vendido más pedazos de su guitarra en Antioquia que del madero de la cruz de Cristo”. No hay nada que más haga parecer a argentinos con antioqueños que esa comunión que los acerca por el tango. Las raíces son las mismas, de trashumantes y bohemios. Ese ir y venir da más capacidad de movimiento, sintetiza. Tal vez es esa irrevocable necesidad de ir a Italia a ver a sus hijos y volver a la tierra que le ha dado la materia prima para que su memoria se entrene pegado de la de los demás para sus obras.

Recuerda la bohemia pero en especial cálida voz de su padre que interpretaba afinado estas melodías que jamás se le borran de su mente. Por una Cabeza o la Cama Vacía son íntimas querencias de Abad.

En la cirugía se le pasó por alto a Adriana Giraldo mirar adentro de algún misterioso sinfín, si Abad canta o cantaba o cantó. Lo que sí supo fue que su madre no tenía idea de las melodías, mientras que su padre derrochaba calidad en sus interpretaciones.

No olvida cuando su hermana Martha Cecilia fue atacada por un cáncer a los dieciséis años y que sus momentos más íntimos fueron cuando ella tocaba con inusual capacidad el tiple, el violín o la guitarra. Cantaba con armonía y despachaba canciones compuestas por su madre como aporte a subsanar los dolores del trámite letal del incurable. Y no era para menos que Martha Cecilia hiciese gala de sus capacidades artísticas, su abuela Eva tocaba el tiple con donosura. Qué recuerdos, ¡Carajo! Viva Jericó.

Para Héctor Abad Faciolince encontrarse con un disco de Nat King Cole, Ella Fitzgeral o Billy Holiday es tan familiar como el chocolate con arepa caliente. Vienen del periplo de vivencias de sus padres en Estados Unidos. Como todo para esta familia comarcana pero a la vez universal, era sustancial contagiarse con la música del momento, de esos años cincuenta con las revoluciones de las melodías que venían a vestirse de frac desde los suburbios de Nueva Orleans. Y ahí están latentes, vivos, en la escasa memoria de Abad.

Y regresa a Bach, es reiterativo con el más grande, como si quisiera alejarse del mundanal vigor y enconcharse en las limitaciones específicas de esas “Variaciones para Piano” del genial Juan Sebastián Bach, el hombre de Eisenach. No se sabe si en lo más recóndito de Héctor Abad deben permanecer letargos añosos del siglo diecisiete, el mismo del nacimiento de su preferido. Nostalgias hechas música con una delicadeza sinigual ponen la piel de gallina de este monstruo de la literatura continental. Algo hay de influencia de estas notas en la cadencia o el tono de sus obras que nacen de la naturaleza parroquial para convertirse en lo que son, universales. Si Bach no hubiese existido, seguramente Abad Faciolince no habría convertido sus novelas en éxitos de colección.

Hace morbo cuando asegura que Bach lo devuelve a las semillas, le toca las fibras seguramente porque “el alma queda en el páncreas”. No hay equivocación cuando se advierte que se sometió a una cirugía donde toda estaba a disposición de la cirujana.
Y no podía faltar la cita de Borges “Poemas indefinibles como la música” Borgiano por naturaleza y cultor de ese ciego maravilloso que lo hizo entrometerse en un discurso dialéctico cuando apareció el famoso soneto del argentino en un bolsillo de su padre asesinado y que lo llevó de bruces a escribir El Olvido que Seremos.

Héctor Abad en la sala quirúrgica narra de su inconsciencia para escribir. Siempre vive pegado de los recuerdos que se apuntalan en las versiones vividas de sus contemporáneos o de algunos misteriosos hallazgos en la memoria perdida de sus antepasados.
Abad es una caja vacía, según sus propias palabras, pero tiene tiempo permanente para sus hijos, sus amigos, la tertulia y un buen ron.

Es crudo al tiempo. Los amores que se van desaparecen para ser una máxima incurable. Y siempre con los contrastes de la ternura pasa a lo indescifrable cuando dice que ha sido insensible para dejar todo atrás.

Y más contrastes, su nostalgia lo vuelve como un sonámbulo cuando imagina que ha producido dolor y felicidad. Admite que ese es el papel de los mundanos en este mundo. Abad se aleja de los amores y luego ni siquiera se acuerda. Misterioso caudal de contradicciones certeras.

Cuando deja de amar lo hace con mucha dureza, tal vez para encerrarse en un mutismo que no le permita explorar nuevas sensaciones que les den a los demás material para algún libro por allí.

Y el hombre de Cascanueces, para un ser etéreo, divagador aterrizado, qué contradicción, no podía faltar en su sala de operaciones. Tchaikovski. Su Quinta Sinfonía para Violín saca de los apuros a Abad Faciolince y lo pone en las nubes de la saciedad mental.

Este inmenso músico ruso lo expulsa de sí, aunque lo considera en veces sentimental y cursi, no deja de apreciar que con el poder del violín logra agudas y variaciones donde la tristeza y la alegría son concomitantes. Sabe que Tchaikovski es clásico pero se asegura de alguna crítica apoyándose en la memoria de un amigo quien advierte que “Tchaikovski es el Ray Connif de la música clásica”, honor que le hace porque el gringo de la melena pintada subrayó matices en los sesentas cuando puso a su orquesta instrumental a incluir voces y coros y solistas que le dieron la vuelta al mundo en un acto revolucionario. La timidez de Héctor Abad lo enconcha por momentos y se apoya como siempre en la memoria de sus cercanos. Disfruta al hombre de San Petersburgo y tiene una virginal manera de asociarlo a ciertos escritores contemporáneos del genio como Chejov o Tolstoi. De ellos se ha nutrido también el acervo del antioqueño más paisa que la arepa y universal como el aire.

Y vuelve la mala memoria. “Mala memoria y fantasía son sinónimos”, se revuelca en sus angustias buscando recuerdos pero el más acendrado de sus recursos para escribir bien y atemporal, aunque hay rigor en sus historias terrenales, está en las remembranzas de su madre o sus hermanas, sus parientes cercanos o la historia fugaz que encuentra en cualquier calle de Jericó o en la vereda de La Oculta.

Y no podía faltar antes de proceder a la sutura, el Jazz. Lo derrite Billy Holiday. Aunque nadie sabe qué es el cielo para Abad, con singular metáfora dice que cuando escucha a la cantante norteamericana se siente allí. Esas esponjas de algodón que seguramente le hicieron creer en su infancia que arriba en el éter está el cielo, ese que trae a colación con el encuentro musical.

Cuando Alexandra, su esposa actual y la última, eso dice, cumpla los cuarenta me iré a un rincón con una Gin y bailaré, estrujaré mis sentidos y soñaré, sin sonrojo señala. Héctor Abad Faciolince no sabe bailar, es un desastre pero se deja llevar. Todas sus mujeres lo han soportado pegándole a la baldosa sin inmutarse pero de cada una le quedó un paso difícil de olvidar, pese a su mala memoria.

Abad hubiera querido ser bailarín. Vaya pretensión, se quedó ahí quieto inmutable esperando el abrazo ensoñador de su mujer de turno para deslizarse al ritmo en otra ocasión del viejo de los ojos azules, Sinatra, otro de sus consentidos.

Como Héctor Abad es campechano, surtió sus primeros años de la mano de su abuelo y disfrutó chalaneando, como dicen en Antioquia, de las mañanas ignotas en Jericó. Ahí fue donde aprendió a soltar la rienda. No se sonroja y trae la memorable facundia de José Alfredo Jiménez para hablar del amor y el desamor. Hay que saber montar al brioso para lograr de Abad sus conocimientos de cómo manejar el mundo. Disfruta con la combinación de ranchera y tango en esa Antioquia virginal de entonces. Seguro que estos retozos mezclados de los paisas fueron una manera libertaria de fugarse de su conventualismo.
Y cuando habla de la ranchera, Abad no puede ocultar la influencia que tuvo México en su formación cuando a los diecinueve años decidió acompañar a su padre, agregado cultural en la embajada de ese país. Mientras su madre y hermanas se quedaron en el fundo, él no tuvo inconveniente en irse con su amado padre. No se perdió el tiempo porque seguro que Héctor Abad disfrutó de la compañía de ese gran maestro en las noches silenciosas para afinar su criterio sobre la vida, el mundo, sus placeres y dolores.

Abad Gómez, su progenitor, fue una cantera de sabiduría arrebatada por la intolerancia de malnacidos que nunca comprendieron el trabajo honrado de este rehén de la injusticia humana.

Ese tiempo con su padre en México no fue en vano porque se sembró la semilla del gran escritor que hoy tambalea entre libros administrando cultura en Medellín cuando su vida es la lectura, escribir su pasión y nadar al medio día su vagancia corporal.

También fue cuando pensó por primera vez que “hay amores que se quieren retener inútilmente”.

Campeó en tierras propias en los talleres literarios en la Universidad Autónoma de México que se constituían en su brebaje diario. Ya sabía el destino que le tenía marcado.
Celia Cruz unánime en concepto como la mejor expresión de la música del Caribe. Esas nostalgias de Te Busco le llegan al corazón sin remordimientos pero con la inquisición de haber perdido físicamente por un tiempo tempranero la custodia material de sus hijos. No hay que olvidar que la espiritual la mantuvo intacta.

Con Celia pareciese que Héctor Abad abandonara por momentos la tristeza que envuelve un buen bolero y la volviera gratia plena de exuberancia total. Regresa a las nostalgias pero no tan acendradas como antes cuando sollozaba con Los Beatles. Se le nota ecuménico cuando recuerda los ires y venirse pero sobre todo la atención puesta en Turín donde estaban sus retoños, la realidad de su vida.

Y no se separa a través de la música Héctor Abad. Entrelaza sus sentimientos fuertes con algo que lleva intrínseco, la música que escucha porque no puede separar las nostalgias y los pesares. Y aparece Buika, negra, grande, canaria. La sutileza de la mujer de Tenerife para acariciar con su voz taciturna, dulce y roncona, y es quien lo vuelve a llevar al redil de sus hijos Daniela y Simón. ¡Qué padre más amoroso! Se embulle y reflexiona sobre la omnipotencia de los padres que creen que los hijos no pueden vivir sin ellos. No se da cuenta de que los que no pueden vivir sin los hijos son los padres. Más paradojas entendibles en la lozanía mental del escritor.

Sanciona el destino porque no existía en la época de la separación el Internet que hubiese hecho más cómoda la administración de la distancia, pero se rebotó en placeres llamándolos todos los días cuando una llamada internacional valía un ojo de la cara, lo hizo consciente para no perder a los vástagos amados. Eso del dinero pagado por la larga distancia es aleatorio.

Una cosa válida en Abad Faciolince fue que hizo todo lo posible a su alcance para no perder el contacto directo con Daniela y Simón. La mesada estaba siempre a la orden del día y en las vacaciones del verano europeo era ritual que vinieran a la feraz Antioquia para, de nuevo, la historia se repite, montar a caballo libérrimos por las montañas de Jericó.
“Todo este paisaje es mío”, le espetaba a los párvulos insinuando que ese era el mismo que les dejará el día que se muera.

“No perdí a mis hijos ni ellos perdieron a Colombia”. Sentencia.
Se retuerce en las entrañas Héctor Abad en esa sala de cirugía radial cuando Adriana Giraldo le induce con melancolía a escuchar una de sus voces favoritas, Joao Gilberto. No hay discusión que escoge a este gigante del Brasil por su cadencia, las vibraciones melódicas de su voz y el encanto que produce un genio que junto a Antonio Carlos Jobin fueron los creadores de la Bossa Nova. Abad Faciolince se recrea de nuevo y pone el portugués como un idioma meloso y sutil. Pero regresa y cae nuevamente a sus hijos. Un pretexto para Daniela y Simón. Ella, la niña con novio brasilero y Simón vivió un año en el país de el samba. Justificaciones amorosas nada más.

El escritor, periodista y hoy director de la biblioteca de Eafit en Medellín, se declara sin rubor enamoradizo y advierte con firmeza que es un hombre que ama a las mujeres. No tiene un tipo especial de hembra pero no resistiría una compañera que fuera discriminadora. Me gustan sencillas, aduce, no es extraño porque Abad tiene fama de tranquilo, sereno y sin un arrebato.

La mujer que yo quiera debe tener ética igual a la mía dice con tono severo.
Y no podía faltar la irreverencia. El sumun del desparpajo pero la inteligencia a borbotones con un sagrado y sacramental: Sabina. Héctor Abad admira a Sabina por sus rimas insólitas. Incluso se atrevió a parodiar el poema “Bigamia” adaptándolo a su particular manera de irreverencia paisa. Y de paso se asegura de no dejar de lado a Serrat. “Lo considero el mejor”, un  ser humano de la sensibilidad de Héctor Abad no podía ser indiferente a Joan Manuel y menos cuando por su época se nutrían de las delicias de sus canciones y para destacar la manera como conoció a Don Antonio Machado a través de los arreglos con música que Serrat hizo de sus poemas.

Serrat, como lo advierte el paciente en el quirófano radial, dio a conocer a Antonio Machado, Miguel Hernández, Rafael Alberti o a León Felipe. ¡Buena esa! de nuevo evocaciones pero esta vez de su amado Mediterráneo.

Y regresa el Caribe con Bola de Nieve, Ignacio Jacinto Villa, el prototipo clásico del cubano. Un piano conmovedor le pone los pelos de punta al paciente de la Banda Sonora y lo deja enternecerse en los brazos de un buen ron con los tres amigos que suplantaron los hermanos que no tuvo.

Gonzalo Córdoba me sacó de la pobreza y Mauricio García me metió en problemas con el periódico del Opus Dei. Vaya contraste nuevamente. Todas las gracias y las desgracias se conjugan.

Los amigos de Abad muchas veces hacen de asistentes a un ritual de mutismo donde el silencio hace parte del drama conjunto. No se dice nada, pasan horas en la intimidad donde todo se entiende. Lecciones de cofradía inmanente.

Y por duro que sea el mundo qué maravilla sentirse en el mundo. Descubre Abad esa sentencia con Louis Armstrong, Satchmo o Pops. El negro que llevó el Jazz sin mediar retenes a las élites desde el suburbio lejano de Nueva Orleans. Allí encaja a la perfección Abad con sus remembranzas.

No es Juan Tenorio, el personaje de Tirso de Molina, faltaba más, aunque se recrea con el aria Don Giovanni de Mozart.

Esa historia bucólica del enamoradizo hombre que dejaba tendidas en el campo amoroso de batalla a todas las barraganas que encontraba a su paso. Tumbalocas, dirían en Antioquia. Una leyenda española pero con los matices místicos que plasmó en notas musicales el genio de Salzburgo, Wolfang Amadeus. Le parece la pieza bonita y alegre y subraya con énfasis que en ocasiones hay que andar a cien kilómetros por hora. Como Tenorio, por supuesto.

Y Morales Pino y Cuatro Preguntas y Obdulio y Julián. No podía faltar el bambuco sensiblero hijo de los ancestros paisas de la guitarra y el tiple. Claro que este país andino lo tiene también en Boyacá o los santanderes para no herir susceptibilidades. Antes tenía desprecio por lo autóctono pero aprendió con el tiempo a ir a las raíces mismas de su herencia natural.

Con humor negro, que le caracteriza, pero que solo saca de cuando en vez, añade de paso que su amigo Elkin Obregón quiere al extremo al bambuco. Y con socarrona inmediatez dice que otro amigo, seguramente él, el mismo novelista, le ha recomendado hacer un programa de radio “Pase maluco con el bambuco”. Se lo achaca a Sergio Valencia, quien a estas horas puede estar inocente del agravio.

Y salió del quirófano derecho a su reducto sin pasar por los cuidados intensivos recomendados para estos casos de suturas y jalonamientos de las entrañas del alma. Con su música Adriana Giraldo lo dejó en su plata. Así como es. Nada más ni nada menos, dejó Abad en el aire de las ondas que llegaron a los radios esa mañana sabatina. Pedazos y jirones de su cautivadora personalidad que en nada se parece al joven huraño que se esconde en sus recuerdos para poner los pies sobre la tierra.

Los seres humanos somos los animales que crecemos más despacio, le escuchaba a su padre. Y tiene toda la razón. Cuando la vaca pare, de inmediato el ternero se reincorpora en sus cuatro patas para comenzar a caminar. Son libres de nacencia. El ser humano mínimo requiere de ocho meses para trastabillar y caer y parar y seguir y luego con el tiempo morir.

Su primer libro lo escribió a los treinta y tres años, una edad a lo mejor muy madura para los que se reconocen como genios prematuros. Pero valió la pena esperar porque en poco se ha constituido en uno de los más universales de la literatura colombiana.

De Sthendal aprendió a ir a mil kilómetros por hora por dónde sea sin mirar atrás. Esa reserva de la mala memoria le ha servido para no parar en recuerdos innecesarios y se apoya en la de los demás o los caritativos parientes que le narran cercanas o lejanas historias que convierte en novelas ecuménicas.

De Italia le quedó la delicia de la buena cocina y la opera y sus hijos. México, las añoranzas juveniles en los talleres de literatura en la Unam que sembraron en definitiva la semilla del escritor en ciernes por entonces, Boston la practicidad y la independencia económica, mientras Berlín, seriedad y disciplina y por supuesto España, un exilio doloroso, la tierra de dónde venimos y el idioma.

De sus mujeres Bárbara Lombana, sus hijos del alma, Ana Vélez, cercanía y uno que otro paso de bolero y de Alexandra, con quien quiero morir, amor en la adultez, respeto por las diferencias y unas ganas irrefrenables de que cuando cumpla 40 años se puedan tomar una Gin en un rincón cualquiera con el acompasado paso de un bolero.

Qué más puede pedir este traductor de Lampeduza, poeta de finos versos, contestarlo, periodista por convicción, columnista de perrenque contra la corrupción. Médico frustrado, cuando quiso emular a su padre. Filósofo existencialista. Trotamundos, ir y venir, aquí y allá pero siempre de regreso a las raíces.

Héctor Abad Faciolince es irremediablemente antioqueño y colombiano. Sabe a frisoles y a arepa con chaqueta. Con La Oculta está de regreso a la tierra donde quiere morir y sus cenizas esparcidas en cualquier recodo de esa parcela que lo inspiró al compás de la música de La Crucifixión de Bach, encargó testamentario a sus hijos. Se irá sin pompas fúnebres pero con el reconocimiento universal de ser uno de los mejores especímenes de las letras de este país.

Héctor Abad no le pide nada a la vida, se lo ha dado todo, lo único que predice en reserva es que no quiere dejar un mal recuerdo. Desde ya tiene ganados todos los recuerdos, de todos y del mundo.



Armenia, mayo de 2015










Imagen tomada de Héctor Abad

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